Según mi
experiencia el día de cumpleaños siempre es una oportunidad para pensar en el
tiempo pasado y también se nos suma alguna idea sobre nuestro futuro. Algo así
como el camino recorrido y el que queda para recorrer. Y en todo esto siempre
corremos el riesgo de pecar por soberbia, cuando contando los años juveniles
nos hacen creer muy capaces o hasta superiores. Y por otro lado cuando
computamos en nuestro haber muchos años podemos caer en el error del temor,
recordando lo que no hemos hecho y
dudando de lograr lo por venir. Quizás lo mejor sea no contar los años, no
contar los tiempos. Pero sin fallar periódicamente nos ponen una torta en
frente nuestro y nos cantan el cumpleaños feliz.
Abraham fue
padre a los cien años y más de la mitad de su vida se lo pasó contando los días
meses y años esperando que Dios cumpliera la promesa de darle un hijo, hasta
que se debilitó en su virilidad. Entonces dejó de contar los años porque
decayeron sus expectativas. Lo mismo sucedió con su esposa Sara, a los 99 años,
cuando el ángel de Dios le dijo que iba a ser madre ella le contestó que era
imposible porque se le había pasado el tiempo de fertilidad de las mujeres.
Creo que lo
mejor es no contar los años, aunque tengamos una torta enfrente nuestro, o más
bien sería, contarlos pero no darle más
importancia de la que tienen, porque los tiempos están en la mano de Dios. Y
para él un día es como mil años y mil años como un día, cosa difícil de
entender para nosotros. Pero lo importante es darle nuestra agenda a él, que el
organice nuestro día o los mil años, bajo algunas premisas como por ejemplo la
del Salmo 127:2 Pierden el tiempo
ustedes, que se levantan temprano y se acuestan tarde para comer un pan
conseguido con sufrimiento porque Dios da a quien ama, aun mientras está
durmiendo.